En las veredas serpenteantes de la Sierra de Manantlán, donde el aire huele a tierra húmeda y los cerros se visten de verde, ocurre un milagro comunitario que se repite desde generaciones. Son las «vírgenes viajeras», imágenes religiosas que abandonan temporalmente su santuario en Ayotitlán, Jalisco, para recorrer pueblos de Colima y Jalisco, llevando consigo no solo devoción, sino también la esencia de una tradición que teje identidad, memoria y solidaridad entre las comunidades de la montaña.
El ritual comienza con una petición tan humilde como simbólica. Pobladores de Zacualpan, Juluapan y otros pueblos suben hasta Ayotitlán para solicitar, a través de un mayordomo, que las vírgenes los visiten. La solicitud no se hace con palabras vacías: llevan consigo ofrendas de pan y fruta, símbolos de un pacto sagrado donde se comprometen a cuidar y honrar a las imágenes durante su estancia. Esta ceremonia, cargada de solemnidad, marca el inicio de un viaje que transforma temporalmente a cada pueblo en un santuario efímero.
Cuando las vírgenes llegan a una comunidad, son recibidas como huéspedes de honor. Las familias engalanan sus casas con flores y guirnaldas, preparan platillos tradicionales —tamales, atoles y pozole— y abren sus puertas a peregrinos y vecinos. La comida, siempre basada en el maíz, no solo alimenta el cuerpo; es un acto de reciprocidad, un recordatorio de que la fe se comparte como se comparte el pan. Mientras tanto, las chirimías —instrumentos de viento de origen prehispánico— llenan el aire con melodías que parecen dialogar con el murmullo del viento en los pinos.
El punto culminante llega cada 2 de febrero, día en que las vírgenes deben regresar a Ayotitlán para la fiesta de la Candelaria. Su retorno no es discreto: es una celebración multitudinaria donde la música, la danza y el color toman las calles. Aquí, la espiritualidad se vive en comunidad. Durante la festividad, se elige a los nuevos mayordomos, figuras clave que garantizarán la continuidad de la tradición. Su primer acto es profundamente simbólico: donar una vaca cuyo carne alimentará a todos los presentes, gesto que encarna el espíritu de servicio y generosidad que define a esta práctica.
Uno de los momentos más conmovedores es el «enroso», ritual donde los mayordomos salientes y entrantes intercambian collares hechos de tortillas de queso, coronas de pan y flores de bugambilia. Estas ofrendas, que decoran tanto a las personas como a los nichos de las vírgenes, representan la fertilidad, la abundancia y el ciclo perpetuo de dar y recibir.
Más que una expresión religiosa, esta tradición es un testimonio vivo de cómo la fe puede ser un puente entre comunidades, un lenguaje compartido que trasciende fronteras geográficas y generacionales. En un mundo donde lo efímero parece dominar, las vírgenes viajeras nos recuerdan que hay rutas que no se miden en kilómetros, sino en historias compartidas, en manos que se unen y en corazones que guardan, año tras año, la promesa de volver a encontrarse.
Deja una respuesta